"Flavio tiene que justificarse ante el Dios de sus padres y por ello no solo escribe historia contemporánea, como Polibio, sino también sobre el pasado de su pueblo en defensa de sus tradiciones religiosas. La situación de Flavio Josefo, quien, luego de convertirse en un desertor, permanece fiel a su Dios y a su pueblo no es, en sus elementos objetivos, demasiado diferente a la de aquellos judíos de la diáspora que no habían combatido la guerra del 70 d.C. y, dispersos en áreas lingüísticas diversas, permanecen judíos. Traidor frente a sus compañeros de lucha en Palestina, va a refugiarse entre aquellos que no han combatido y no saben aún que combatirán"[1]
Pero volvamos a la tesis. No fue sobre Josefo ni su siglo I
sino sobre Gregorio Magno en el ocaso de la Antigüedad Tardía. ¿Por qué? Por
una mera casualidad. En mi último año de carrera, cuando cursaba didáctica
especial (para el título de profesor) se dictaba un solo Seminario Anual de
Tesis y este era sobre Gregorio Magno. Yo soy muy práctico y quería mi
licenciatura. Me anoté e hice una tesis sobre Gregorio, a quien terminé
respetando mucho (uno no debe juzgar a sus objetos de estudio, pero de vez en cuando
lo hace, lo guarda en su fuero interno y no lo confiesa en textos públicos).
Entonces soy un tardoantiquista por casualidad. Es cierto que
me gustaba la Antigüedad. Pero también me atraían otras temporalidades. Mis
seminarios optativos terminaron con una monografía sobre la crisis de 1890 (y
la discusión de las tesis monetaristas) y otra sobre algún tema de la Guerra Fría
(no les miento, olvidé sobre qué la hice. Me suena el Telegrama Kennan, pero ya
perdí los archivos de esa época como para comprobarlo). Mis materias optativas
habían sido Historia de Rusia e Historia de Estados Unidos. Solo cuando empecé
con el seminario sobre Gregorio, elegí Latín I como la tercera optativa (y con
esa me recibí).
Toda esta perorata para decir, reitero, que yo no estaba
predestinado a estudiar la Antigüedad Tardía. Yo quería ser historiador y
quería serlo lo más rápido posible. Por favor no lean esto como oportunismo o
facilismo. Yo me enamoraba de (casi) todas las materias: argentinas,
americanas, europeas. Me imaginaba investigando cualquier tema: desde hititas
hasta la Guerra de Canudos. A mí me gusta ir en busca del pasado, de (casi) cualquier
pasado.
Creo que no hay que sobrevalorar la elección de un tema. Ojo,
si uno tiene un área de interés desde que entra a la carrera puede ir en esa
dirección (volveré sobre esto más adelante). Pero pienso en los/las alumnos/as
que se desesperan porque ningún tema los/las motiva. Permítaseme un (otro) exceso
discursivo: uno se puede enamorar de una persona luego de un tiempo de conocerla.
A veces no hay flechazo de Cupido ni miradas incendiarias que establezcan el
amor desde el minuto uno. Con la investigación puede pasar así. Al menos a mí
me pasó. Me presentaron a Gregorio y a su Antigüedad Tardía y terminé muy feliz
en esos parajes.
Pero ahora es donde yo retrocedo unos pasos. Porque, como
dije, puede haber algo que nos motive. En mi caso era el judaísmo y acá voy a
ponerme aún más autobiográfico y a confesar que siento algo de vergüenza porque
todavía tengo 38 años y, aunque no son pocos, tampoco son suficientes para
ponerse a dar consejos o a reflexionar sobre una trayectoria. Pero bueno,
ustedes me pidieron el texto y saben que si me dan dos metros, me voy de lo
académico y me meto felizmente en el barro de la charla de café.
Dije ya que conocía a Josefo pero no a Gregorio. Porque a mí
me fascinaba la historia judía. No es casual, claro. Padre y madre judíos.
Formado como judío. Familia no ortodoxa pero con ayuno en Yom Kipur y matzá
en Pesaj. Primaria Herzl; secundaria ORT. Cuando visité el Muro de los Lamentos,
a mis 17 años, lloré como un bebé.
Claro que la facultad asestó un duro golpe a mis creencias. Bah,
no fue solo la facultad. Porque si uno deja de creer tan rápido, mucho no creía
antes. Pero la facultad ayudó a potenciar esas dudas que yo venía acumulando y
cuyas respuestas eran esquivas.
Cuando terminaba la cursada en Puan a mí me había quedado un
judaísmo sin fe. No me alegraba, no me entristecía ni me enorgullecía. Era lo
que era. Pero el judaísmo había quedado y Josefo ya no me caía tan mal. Después
de todo, como decía Rajak reflexionando sobre Momigliano, nuestra mirada sobre
Josefo (y, seguramente, sobre cualquier personaje histórico) tiene mucho de
personal[3].
Entonces, más allá de Josefo, yo quería investigar judaísmo.
Ojo, si a mí, en ese fundamental 2006, alguien me decía: “Mirá, tenés que
investigar al corredor swahili porque hay una posible beca” yo hubiese investigado
África con mucha pasión. Pero ante la posibilidad de elegir, yo iba a ir hacia
el judaísmo. Y así fue. Apareció el seminario de Gregorio Magno. Y yo busqué a
los judíos en ese tiempo.
Ahora, ¿por qué? Puf.
Las únicas explicaciones que tengo son psicológicas. Y yo no
quiero aburrirlos/as (más) con mis meditaciones sobre por qué yo decidí
mantener el judaísmo en mi vida aunque no hubiera más sinagoga. Solo voy a
decir que hay algo con lo que no puedo/no quiero romper. No sé si será el
recuerdo de las cenas de Rosh Hashana, la bendición que me hacía mi
abuelo cuando me veía de pibe o el talit de mi viejo que aún conservo
como un paño sagrado. Una vez Claudio Ingerflom –en medio de una charla sobre
la objetividad de los historiadores y el peso de la subjetividad– me dijo que en
una oportunidad le sugirieron que era mejor no investigar un tema con el que
uno tuviera algún tipo de ligazón emocional. Puede que sea cierto. ¿Pero qué me
liga a mí al judaísmo antiguo? ¿Cuántos judaísmos hay hoy y cuántos hubo en el
pasado? Defiendo mi objetividad en el caos que es, fue y será el judaísmo. Y recuerdo
el viejo chiste de dos judíos en una isla construyendo tres sinagogas para
poder no ir a una de ellas.
Cierro esta reflexión con Josefo y con Arnaldo Momigliano, historiador
fabuloso con el que abrí este texto. Dos exiliados, el que se fue a Italia y el
que se fue de Italia[4].
Dos que escribieron sobre el judaísmo antiguo (porque los dos tenían
antigüedades, más allá de los 1900 años que los separan). Ni se los ocurra
pensar que yo puedo llegar a tener la más mínima idea de equipararme con alguno
de esos dos gigantes en cuanto a su inteligencia o calidad.
Pero déjenme pensar en esa idea asociada a las palabras
exiliado/desertor/refugiado que, si bien diferentes, poseen en común el
distanciamiento. Josefo se fue a Italia porque el emperador que había asolado
Palestina le salvó la vida. Momigliano se fue a Inglaterra para salvar su vida
del fascismo. Yo no me fui a ningún lado más que por unos meses y por deseo
propio. Lo mío no es trágico.
Pero sí me fui de la comunidad. No en un acto formal ni
irrevocable. Pero dejé de creer en Dios, de ir a la sinagoga (al “templo”,
decía yo), de celebrar regularmente las fiestas, de formar una familia judía. No
quiero sonar grandilocuente (aunque sueno, lo sé). Pero ese es mi exilio. Un
exilio mucho más leve, no-forzado, buscado. Pero exilio al fin. Y hay algo en mí, algo que no gobierno, que
intenta arreglar cuentas con el pasado. “Flavio Josefo tiene naturalmente
necesidad de justificarse a sí mismo: es un desertor”[5].
Creo (porque nuestro autoconocimiento es, también, una
creencia) que por eso, y por los caprichos del azar, investigo lo que
investigo.
[2] Flavio Josefo, originalmente llamado Iosef
ben Matitiau, nació en Jerusalén. Provenía de una familia sacerdotal y,
cuando estalló la revuelta judía en el 66 d.C. comandó parte de las fuerzas
judías ante la contraofensiva romana. Luego de caer prisionero auguró a
Vespasiano, en ese momento general, que pronto devendría emperador. Este
decidió conservarlo en calidad de cautivo (siempre según el relato del propio
Josefo). Cuando Vespasiano fue proclamado emperador, liberó a Josefo (y allí
este asumió el nombre Flavio por la dinastía Flavia). Luego de acompañar a Tito
(general también, hijo de Vespasiano) en el asedio y destrucción de Jerusalén,
pasó el resto de sus días en la ciudad de Roma como ciudadano romano y bajo
tutela imperial. Fue allí donde escribió sus obras, todas relacionadas con el judaísmo
y su historia.
[4] Momigliano
abandonó Italia en 1938 rumbo a Inglaterra donde vivió –más allá de sus
estancias como profesor visitante en Estados Unidos y en la propia Italia–
hasta su muerte en 1987. Había conseguido un puesto en la Universidad de Torino
en 1936 pero en 1938 había sido expulsado por su condición de judío.