La profundización de la desigualdad de género en Irán tras la Revolución Iraní


 

En 1979, un levantamiento armado impulsado por el ayatolá Ruhollah Jomeini derrocó a la dinastía Pahlaví del Sah, que había gobernado durante los cincuenta y cuatro años previos. El gobierno derrocado había impulsado algunas reformas que otorgaban ciertas libertades a las mujeres iraníes. Sin embargo, el régimen revolucionario resultante atacó esas libertades, pues vio en dichas reformas que la dinastía había promovido una “occidentalización” que actuaba como sinónimo de corrupción de los valores islámicos. Por ello, recuperó el discurso religioso y lo aplicó en la política con el objetivo de devolver a las mujeres a donde creía que pertenecían: a sus hogares.

En consecuencia, el desempleo femenino creció exponencialmente. Ni siquiera un mes después del triunfo revolucionario, un decreto anunció que las mujeres ya no podrían seguir ocupando cargos jurídicos, basándose en las diferencias físicas y psicológicas existentes entre ambos géneros y en la ideología del Islam, la cual sostiene que los hombres son los únicos aptos para juzgar. Así, muchas mujeres perdieron sus empleos y se vieron relegadas a ocupar puestos en los que no podían aportar al sistema de justicia. A esto se le sumó, pocos días después, la noticia de que las mujeres ya no podrían enlistarse en el ejército, por lo que siguió otra ola de despidos para toda mujer militar. Simultáneamente, las enfermeras perdían sus trabajos por el contacto que este requería con los hombres[1].

La imposición del código de vestimenta islámico como uniforme de trabajo también contribuyó a la situación. Aquellas mujeres que no cumplían con él se arriesgaban tanto a ser despedidas como a ir a la cárcel, a severos castigos y a sufrir agresiones graves, tales como recibir ácido en sus caras. Azar, maestra entrevistada por Poya, relató:

 

“Cuando la Islamización se esparció y consolidó, las cosas se volvieron más y más difíciles. Una podía ser despedida por comportamiento “anti-islámico”, como hablar con colegas hombres o usar maquillaje. Finalmente, cuando el uso de prendas islámicas se volvió obligatorio, un gran número de mujeres fueron despedidas por badhejabi [no cumplir con el código de vestimenta islámico]”.[2]

 

No obstante, las estrategias estatales para apartar a las mujeres de la esfera pública no se limitaban únicamente a estas imposiciones, sino que también buscaban incentivarlas a abandonar sus trabajos. Una reforma en la ley de jubilación redujo la edad de retiro de 50 a 45 para las mujeres y los años de servicio que las hacían elegibles para aplicar a la jubilación pasaron de 30 a 25, lo que redundó en que muchas mujeres aprovecharan la jubilación temprana para alejarse de las duras condiciones de sus empleos [3].

Por otro lado, el Estado era consciente de que era necesario tomar medidas en la educación para consolidar el rol doméstico de la mujer. Así, las escuelas mixtas que se habían abierto en los últimos años fueron abolidas y la educación se adecuó a los valores y tareas que el gobierno creía debía desempeñar cada género. Se orientó a las mujeres  en cursos inclinados a las tareas del hogar y la familia, mientras que “el acceso de las mujeres a los estudios técnicos, tales como las ciencias experimentales, se prohibió entre 1980-1984”[4]. De esta forma, el porcentaje de mujeres que podrían desempeñar trabajos en el futuro bajaría, al no haber sido educadas en conocimientos que sirvieran a tal fin. En adición, se declaró que las mujeres casadas ya no podrían estudiar en secundarias, al mismo tiempo que se bajó a los 13 años la edad mínima de las mujeres para casarse[5]. Todo ello significó una enorme brecha respecto a la alfabetización entre mujeres y hombres, más sufrida por las niñas de las zonas rurales.

Las creencias y valores religiosos también jugaron un papel de vital importancia a la hora de confinar a las mujeres. La percepción que la gente tenía sobre los valores y deberes propios de la mujer fue impulsada por la readopción de la Sharía, el código moral islámico. Así, Zaynab (hija) y Fátima (madre) se alzaron como justificaciones del lugar que ocupaba la mujer en este nuevo Irán. Familiares del profeta Mahoma, ambas personificaban dos ideales opuestos: mientras que Zaynab tenía una posición activa en la sociedad y en la política, Fátima estaba relegada a las tareas domésticas. El Estado revolucionario las utilizó en sus discursos para difundir que, como Zaynab, las mujeres ya habían cumplido con sus deberes públicos al apoyar la Revolución, pero “ahora que el Estado Islámico se había sido establecido, ellas tenían que volver a su responsabilidad principal en el hogar y la familia, actuando ´como Fátima´”[6].

Al apelar a la religión, el Estado Islámico utilizaba la fe de los creyentes para justificar sus políticas de segregación, al mismo tiempo que se aseguraba su apoyo por seguir con lo que establecía su Dios. Esta inserción de la religión en ámbitos políticos como justificadora de las acciones del gobierno es denominada “Islam político”. Así, se les imponía a las mujeres un rol tradicional al mismo tiempo que se buscaba convencerlas de que ese era el papel que ellas, como buenas seguidoras del Islam, debían cumplir. En palabras de Berger, desde 1970 “la autoridad del Islam se ha convertido en una fuerza dominante que descalifica cualquier otra ideología o marco de referencia, forzando a activistas seculares y no musulmanes a frasear sus argumentos en la lógica y la jerga del Islam”.[7]

Pero no todos los efectos de la Revolución fueron negativos. En comparación al régimen revolucionario, la modernización Pahlaví y sus avances en materia de derechos de la mujer parecen cambios radicales, lo cual no fue el caso. Muchas mujeres entrevistadas coinciden en que si bien existían tales leyes en papel, la mayoría no contaba ni siquiera con el conocimiento de ellas y la sociedad no las ponía en práctica. Aunque la mayoría coincide en que luego de la Revolución hubo un declive en su calidad de vida, ninguna opina que previo a ella fuera mucho mejor[8]. De hecho, Akhbari afirma que algunas medidas incluso impactaron negativamente: “las mujeres del campo provenían en su mayoría de familias tradicionales. La modernización las apartó más de la vida pública, ya que sus familias se oponían al trato libre entre hombres y mujeres”[9].

Por otra parte, la imposición del código de vestimenta islámico curiosamente trajo puntos a favor. Con él, los padres y esposos no sentían que permitirles incluirse en la sociedad fuera en contra de los valores islámicos, por lo que muchas mujeres comenzaron a integrarse más a la vida pública[10]. Poya entrevistó a Zhoreh, una gerente de un laboratorio que, si bien despreciaba el código de vestimenta, reconocía sus beneficios: “ahora que estoy cubierta de pies a cabeza, (…) me miran como una científica, mientras que antes me miraban como un objeto sexual”. [11]

Del mismo modo, tampoco se debe ignorar a las tantas mujeres que alzaron sus voces y se manifestaron en contra de las medidas implementadas por el Estado revolucionario. Apropósito de la derogación de la Ley de Protección de la Familia, muchas mujeres protestaron en las calles y, si bien su oposición fue sofocada, “[ese] 8 de marzo se constituyó por primera vez en la historia iraní, un movimiento independiente de mujeres”[12].

 

Por Lucía Outeiral Imposti, estudiante de la Lic. en Historia.

 

 



[1] Poya, Maryam. “The Islamic Sexual Division of Labour”, en Women, Work and Islamism: Ideology and Resistance in Iran. Londres: Zed Books, 1999, p.65-67.

[2]Ibid, p. 66. Todas las citas recuperadas de Women, Work and Islamism: Ideology and Resistance in Iran (1999), serán traducciones propias.

[3] Ibid, p. 67.

[4] Akhbari, Mika. “Los frutos de la Revolución Iraní. El discurso de la República Islámica de Irán sobre las mujeres y sus consecuencias” en Revista de Antropología Experimental, 2002, 2, pp. 3-15.

[5] Poya, Maryam. loc. cit. p. 71.

[6] Ibid, p. 64.

[7] Traducción propia. Berger, Maurits. (2010). Religion and Islam in Contemporary International Relations. The Hague, Netherlands Institute of International Relations ʿClingendael’, 2010, Paper N.27, ISBN 978-90-5031-1526, p. 6.

[8] Akhbari, Mika. loc. cit. p. 3-4

[9] Ibid, p. 3.

[10] Ibid, p. 9.

[11] Poya, Maryam. loc. cit. p. 74.

[12] Akhbari, Mika. loc. cit. p. 7.